jueves, 27 de junio de 2013

Cicatrices

La primera vez que me quité las muñequeras me sentí desnuda. Como, completamente desnuda, todos mis secretos al descubierto, todo lo que siento y lo que soy, desnuda. Metía mis manos en los bolsillos, usaba blusas de manga larga porque, a pesar de que había tomado la desición, las cicatrices me daban vergüenza, una vergüenza que me era antes desconocida. Estaba desnuda, en especial mi muñeca izquierda. Me preocupaba que en una de esas alguien me preguntara por ella, ¿Qué le diría? ¿Cómo mentir a cerca de algo así? ¿Cómo ocultar lo que realmente era?. Me tomó bastante más de un año acostumbrarme, y tal vez lo logré porque nunca nadie preguntó. Los que me conocían realmente, lo sabían, los que no, nunca lo harían. Eventualmente se convirtieron en un recordatorio de algo que deseaba nunca haber sido, jamás, un pasado tormentoso del que me arrepentía, un pasado que las cicatrices nunca me permitirían olvidar. Solía pensar que sería así el resto de mis días, que era como el tatuaje que no me atreví a hacerme, algo que me definiría toda mi vida y que no me arrepentiría. Claro que, en realidad, sí me atreví y sí lo hice, me hice el tatuaje. Y sí, también me arrepentí, y mucho. A pesar de que ahora no trato de esconderlas como antes, sino que al contrario, procuro no usar ni una pulsera -no por exhibirlo, sino por no negarlo-, siguen siendo algo de lo que me avergüenzo.

Alguna vez escribí cómo era, con lujo de detalle. El momento antes, durante y después. No sé si me gustaría saber dónde lo escribí, no sé si me gustaría volverlo a leer. No sé si sería capaz, pero recuerdo algunos fragmentos. Hace poco, un paseo de fin de semana con mi primo de 9 años, recordé de dónde salió ese afán mío de no olvidar detalle de mi vida. Cuando era niña la gente ignoraba lo que decía, me trataba como idiota, no me tomaban en cuenta para nada, me decían que era tonta en cada oportunidad que tenían, que rompía cosas, que era mala en matemáticas, que sacaba malas calificaciones. Nadie me entendia cuando hablaba, era tartamuda. Nadie a excepción de mi madre. Un día sentí que de alguna manera estaba creciendo, que estaba madurando, sentí mucho miedo. El mundo comenzó a encogerse ante mis ojos y yo le temí a las alturas, temí que si me convertía en uno de esos hombres adultos que me ignoraba, tal vez un día yo podría herir a un niño como me habían herido a mi. Y sentí más miedo. Decidí  que no podía olvidar lo que era ser niña, decidí que jamás me permitiría olvidar, y comencé a escribir. Estaba en la secundaria, mismo tiempo en que comenzaron a aparecer, una a una, las cicatrices.

Alguna vez me preguntaron por qué lo hacía, si quería sentir dolor, por qué no hacer algo que no dejara tantas marcas. La verdad es que nunca dolió. Otra vez me preguntaron que por qué no esperaba para ver mi sangre cada mes. Y ese tampoco era el punto, esa pregunta sólo logró ofenderme. Lo hacía porque me hacía sentir más cerca del final, de la muerte, de ese punto en el que todas las tormentas quedarían atrás. No hacerlo realmente profundo no era cobardía ante la muerte, sino ante la vida. La media-muerte era el refugio que me quedaba ante un mundo hostil y mal encuadrado que me atacaba sin darle yo alguna razón aparente. Solía emborracharme sola en las noches para escapar de la realidad, y temí que en alguna de esas noches la navaja fuera a llegar más lejos de lo esperado. Un día decidí vivir y dejé de tomar, dejé de fumar, y dejé de cortar mi muñeca, pero pasaron años para que esto pasara.

Se llamaba María la chica que me enseñó que aquello era posible, aunque el suyo, el que me enseñó, era sólo un rasguño, como cuando te rascas con una uña rota. La primera vez que yo lo hice corté mi brazo completo, una sóla línea, larga. Mi hermano la vió y sospechó lo que era. Le dije que alguien me había rasguñado por accidente, jugando. Le mentí. Me compré una muñequera de piel negra en Coyoacán y reduje el tamaño de las heridas, pero aumenté su profundidad. No dolía, no. No temía al dolor antes de hacerlo, me emocionaba ver la navaja cerca de mi piel y poco a poco sentirla desgarrándome, recuerdo la sensación, ahora me parece bastante desagradable. Pero en ese entonces era mi alivio, mi refugio, de pronto empezaba a sangrar, y de alguna manera todo estaba mejor, como si fuera posible que así escapara algo, un poco aunque fuera, de esa maldita tristeza, de esa melancolía. No dolía hasta después, y entonces la culpa y la vergüenza ganaban, la tristeza golpeaba más fuerte y yo decidía encerrarme hasta que no se notara que había llorado. Y usualmente lo hacía más de una vez en un día, seguido no había sanado la anterior cuando hacía la siguiente. Podía pasar días encerrada en mi habitación, sin comer, a penas tomando agua, nadie notaba si yo no estaba alrededor, nadie se preocupaba por mi o nadie parecía hacerlo. Nunca jamás me sentí más sola, más invisible. Pensaba que no había nada en mi rescatable y me dedicaba a llorar mi soledad, decía que robaba el aire de los vivos, que yo no lo estaba, que sólo era un desperdicio de espacio, de carne, de aire, de comida, de tiempo, de humano. Y procuraba no respirar demasiado, no comer, no estorbar. Al principio dolía cuando algo o alguien tocaba la muñequera por accidente, cuando me vestía, siempre de negro. Eventualmente la zona se volvió insensible, hasta la fecha, ahí, todo lo que siento es temperatura. Es realmente extraño, por eso no me gusta que me toquen.

Recuerdo claramente algo que me dijo mi primer novio "oficial", me dijo, "me duele más a mi que a ti cuando haces eso", y tenía razón, a mi no me dolía. Traté de dejarlo entonces, pero no pude. Ahora sé que ese tipo de sustancias, esas sustancias que genera el cerebro, causan adicción, no muy diferente a la adicción al cigarro o al alcohol, no muy diferente de cualquier droga. Entonces no lo sabía y me llamé cobarde, seguí haciéndolo mucho tiempo después, aún hoy a veces me encuentro llamándome cobarde, sabiendo que la verdad es que no lo soy. Pasaron años todavía después de eso para que realmente dejara de hacerlo, años y mucho trabajo, trabajo que en su tiempo no me pareció que fuera a llevar a ningún lado.

Fue otro novio "oficial" el que me llevó, casi a la fuerza, a un lugar en el que enseñaban un "Método Silva de control mental". Le comenté que la cosa aquella existía, y él, cosa que yo no sabía, estaba desesperado por sacarme de ese torbellino oscuro del que me negaba a salir. Todavía escribía en cuadernos en lugar de un blog, un cuaderno totalmente privado que se suponía nadie vería jamás. No era, sin embargo, como un diario. En él procuraba retratar todo aquello que me negaba a olvidar, no eventos sino sensaciones, colores, aromas, sentimientos. Me retrataba a mi misma y mis ganas de volar lejos, lejos. Eran cuadernos de forma francesa, cuadro chico, scribe de esos de pasta plástica. En la hoja del final ponía un punto por cuadrito cada vez que pensaba en quitarme la vida, decía que si un día esa hoja se llenaba, antes de que se acabara el cuaderno en turno, lo haría, sin miedo, sin mirar atrás. Pensaba que si lo pensaba tanto era porque realmente lo quería, y que un día la hoja se iba a llenar y entonces ya nada valdría la pena. Más de una vez la hoja pasó de los tres cuartos. Un día él me confesó que abría mis cuadernos seguido para confirmar que esa hoja no se llenara, él tenía miedo, también, de mis pensamientos suicidas.

Fue en uno de esos cuadernos en el que tomé notas de aquél primer curso de cosas espirituales al que me llevaron a rastras a pesar que que fue mi idea en primer lugar. Entré al salón sin prejuicios y sin embargo sintiéndome ajena totalmente a esa gente que me decía que "pensara positivo", que "todo estaría bien", que "no había nada mal en mi". Una parte de mi decía "PENDEJADAS!", y procuraba escapar. Otra parte se sintió en casa y al final, fue esa pequeña Sofía en mi oido izquierdo, diciéndome que el camino está y siempre ha estado bajo mis pies, quien me mantuvo de pie, como los árboles, muriendo y naciendo a ciclos que aún hoy parecen interminables. Pasaron varios años antes de convencerme de la existencia de un mundo no-material, un mundo mejor y para nada inalcanzable, que podía hacer que ese torbellino oscuro se convirtiera en suave brisa rosa con brillos dorados. En ese entonces no lo sabía que eso fuera posible.

Se llama Diana la mujer que me dio uno de los mejores regalos que me han dado en la vida, una alberca tibia y sapos gigantes, aún cuando fue sólo un fin de semana. Se llama Diksha la cosa espiritual que me enseñaron. Aunque yo conocía ya algo de un mundo espiritual, inmaterial e inalcanzable, separado de mi y de Dios mismo, no encontré hasta entonces el impulso para por fin dejarme llevar por la corriente. Lo hice literalmente cuando, en el río que cruza el terreno, lancé lo más lejos que pude la última pulsera negra que usaría en mi vida. Fue entonces cuando llegué a creer que había encontrado el camino a casa, y no estaba en Coyoacán. Tampoco en la casita blanca junto al río, con su árbol de capulín y su techo con vista panorámica, sino aquí en mi pecho, latiendo día tras día sin cansarse y susurrando en cada impulso de vida que no nací para ser poca cosa, que no nací para pasar desapercibida, que nací porque merezco el aire que respiro y mucho más que eso.

Tal vez a la fecha no sé quién soy en su totalidad. Tal vez hay cosas que nunca cambian y pasarán varios años más para que se terminen los torbellinos del todo. Tal vez de eso se trata la vida y no termine hasta mi muerte. Tal vez hay cosas del pasado que por más que no queremos nos marcan en el alma, y por eso no tendría sentido borrar las cicatrices físicas, porque siguen en mi corazón. Al menos hoy me conozco un poco más y me agrado, soy adorable, pero no creo haberme visto nunca de frente. Sin embargo el camino ante mis pies se extiende y planeo seguirlo, aún con miedo, con manías depresivas, dislexia y déficit de atención. Es verdad que mi cerebro es defectuoso pero es él mismo el que me hace especial, diferente a los demás, por él sobresalgo. Recorreré este mundo con la mirada en alto porque sé lo que hay debajo, porque conozco los torbellinos y conozco esa soledad, ese mundo al que ya no pertenezco. Uno de estos días me saldré a volar para encontrar allá, en el cielo, cerquita de Dios, la felicidad. Usaré un traje que me haga libre, para volar lejos, lejos, un traje Violeta Jacaranda.

viernes, 14 de junio de 2013

Como los árboles

Que cosa tan curiosa son los dias, comienza la semana y asi de pronto ya es viernes, y mañana despertaré en una cama que no es la mia, en un lugar que no es mi casa, pero que a pesar de que en mi vida sólo he ido una vez, se siente como mi hogar. Hace ya algo asi como tres años desde la última vez que cambié de blog. Me da por pensar que podria ser que todavia haya esperanza para mi, que a pesar de la dislexia y el déficit de atencion, sí puedo lograrlo. Y me estaba preguntando qué es lo que se necesita, si tengo lo que se necesita. Un cuaderno de cuadro chico y muchos dulces tal vez.  Acostumbrarse a las noches en vela y mucho omeprazol. Tal vez sea cosa de echar raices, como los árboles. Tal vez me toque llorar de nuevo, no digo que no, pero supongo que el hombre del traje gris podría no ser tan mal amigo y él también sabe sonreir, como le dije a alguien ayer, ¿Cómo sabes si no le das la oportunidad?. No significa que yo me vista de gris, eso nunca. Tal vez me ponga un traje violeta, Violeta Jacaranda.

domingo, 9 de junio de 2013

Avanzas como por inercia, si es que avanzas del todo. Avanzas, aunque parece que no. Tal vez no avanzas lo suficiente. No lo suficientemente rápido al menos, pero lo intentas, lo intentas pero no lo logras. Se te olvida el siguiente paso cuando estás a punto de darlo. Será que de veras soy idiota. Alguien puede explicarme qué demonios me pasa? ¿Cuándo se acabará?. ¿Se acabará?...
Avanzas como a tientas porque no conoces otra manera. Poco a poco y demasiado tarde te das cuenta de que nadie puede ayudarte. Y el remolino continúa. Y continúa. Contunúa.

De qué sirve pedir ayuda si de todas formas siempre estarás sola?

Abejas

Se ven poquitos los días en el calendario, dos semanas, tres, cuatro. Comienzo a preguntarme cuál es la diferencia, si espero las vacaciones para sentarme otra vez frente al restirador, a hacer otra cosa tal vez, pero otra vez en el restirador. A veces me dan ganas de golpear algo, como si eso fuera a romper este círculo vicioso. Tal vez te haré caso y vaya a Coyoacán un día y esperaré a que alguna abeja haga su trabajo. Tal  vez que te conociera fue simple labor del destino y la abeja no tuvo nada que ver. Hay tantas cosas que me gustaría decirte, tantas cosas que me gustaría que no hubieran pasado, tantas otras que hubiera querido. Pero te vas, así como si nada, te escapas, como se me escapa la vida. No sé cuál es la diferencia si de todas formas rara vez nos vemos, para cuando esté de vacaciones tú ya te habrás ido y entonces sí no habrá diferencia.

sábado, 8 de junio de 2013

Crash down

Conoces esa sensación. Algo no está bien. Lo sabes, siempre lo has sabido. No sabes qué es pero ahí está. Comienzan a temblar tus manos, sabes que pronto no bastará con mantenerte ocupada. Conoces esa sensación, hasta le pusiste nombre cuando eras más joven. Y te sientes como viajando en el tiempo. Hacía mucho que no te pasaba, la escuela tiene ese efecto, lo sabes, por eso no querías volver. Winamp no ayuda, "I dont make no difference, scaping one last time". Por eso tomabas, por eso fumabas, recuerdas esos tiempos en que te encerrabas en tu habitación porque sabías que podías herir a la gente, cansarla, sabías que no les agradabas, es la historia de tu vida. Conoces ese camino y tratas de aferrarte a la luz. Pero es muy tarde, lo sabes, conoces esa sensación. Crash down, porque de pronto vuelas muy alto, sin razón alguna, y ríes frenéticamente y sabes que todo está bien, pero se siente artificial. Habías olvidado lo que significaba. La peor parte es la transición, cuando no sabes si quieres reir o llorar, te devora la ansiedad, tiemblas, de adentro hacia afuera, por un momento pierdes el control, es como un torbellino. Y entonces tus alas se estrellan contra el piso, y encuentras toda esa tristeza de la que tratabas de escapar. Y ahí te quedas, y lloras, porque no se te ocurre otra cosa qué hacer. Y entonces sí, te sientes culpable, pero después de tantos años de estar bien, ya se te olvidó cómo pedir ayuda.

Feeling good

Amanecí con un ánimo narcisista, ególatra, de esos de los que la iglesia dice debemos sentirnos culpables. Tal vez es culpa de mi blusa blanca, que llama demasiado la atención. Tal vez la mañana amaneció bonita, tal vez soñé algo que me emocionó. Tal vez me hizo bien ese abrazo de ayer. No suelo dejar que nadie se me acerque, mucho menos que alguien me abrace. Tampoco suelo decirle a la gente que quiero, que la quiero. Y a pesar de que hay treinta y cacho asuntos tristes de los cuales escribir, no me atrevería a romper este momento narcisista ególatra que se siente tan bien. Curioso que aún así, no se me da escribir cosas alegres, tal vez porque me de pena esa falta de modestia que suelo esconder a la gente a mi alrededor en estos momentos, momentos que no sé aún cómo hacer perdurar. Tal vez porque simplemente soy una niña pequeña maniaco depresiva emocionalmente dependiente que aprendió a sonreir a fuerza de puras buenas vibras. Tal vez no se equivocó aquella psiquiatra que dijo que soy bipolar y no hay nada que hacerle. Tal vez sí se equivocó, no lo sé, y a decir verdad no quiero saberlo. Sólo sé que hoy amanecí con un ánimo narcisista y poco modesto del que no me siento culpable, y no sé qué más podría decir a cerca de eso.


Tal vez mi mente se defiende de esas treinta y cacho cosas tristes
haciéndome pensar que estoy feliz.

I am mine