sábado, 2 de noviembre de 2013

Un paso del otro lado

Aprendí a contar hasta siete, jugando dominó con mi hermano y mi papá. No tenía más de seis años la primera vez que me dieron cerveza, uno de mis mejores recuerdos de la infancia fue jugando con carritos de madera en el piso de una cantina. Tenía trece cuando mi madre se sorprendió de que no conociera a Sabina, cuando me escuchó ponerlo en mi recámara a las tres de la mañana se preguntó qué había hecho mal. Y luego se preguntan por qué mi mente llega a estar tan torcida, por qué de niña y adolescente llegué a tener actitudes tan precoces, tan extrañas. A mi me enseñaron a ser libre y yo no lo supe, nadie me lo dijo, no lo intuí, porque no pensé que hubiera otra manera de vivir, cosa que me llevó a ver el mundo con una perspectiva diferente. Crecí con canciones que no eran de mi época ni la de mi madre, con formas y expresiones que no correspondieron a mi generación, y comprendí muy tarde por qué es que nunca me entendí con los niños de mi edad. Mientras ellos estaban en fiestas de adolescente yo añoraba noches  de bohemia que ya no existían incluso antes de que yo naciera. Nunca supe de modas, nunca supe vestirme a corde, ni hablar o comportarme como la gente normal. Es por eso que exploré límites que a mis compañeros de la escuela, los que tendrían que haber sido mis amigos, les eran desconocidos. No supe desde muy niña cómo atarme a esta sociedad, nunca comprendí los convencionalismos sociales que son para todos muy naturales. De ahí mi frustración, de ahí mi amorodio por las contradicciones. Es, al parecer, todo lo que soy. Demasiado joven para convivir con los grandes y demasiado grande para convivir con los jóvenes. Demasiado tonta para ser inteligente y demasiado inteligente para ser tonta. Demasiado talentosa para no serlo, demasiado ordinaria para ser talentosa. Siempre he vivido en el límite entre una cosa y otra, y por más poético que haya resultado, sólo ha terminado en frustración. Pero estos últimos meses he tenido la impresión de que todo se desvanece, de pronto nada de lo que fue es real y todo por detrás es no más que un recuerdo. Se abre ante mí la oportunidad de reinventarme, y yo no sé qué hacer con ella.

Siempre he vivido con miedo de mi misma. Del hecho de que me siento más cómoda más "yo" con unas copas encima que estando sobria, del hecho de que la nostalgia y la melancolía son en realidad partes inherentes de mi personalidad, y viene a resultar que toda mi familia tiene un largo historial de enfermedades mentales diversas y neurosis, por ambos lados de mi familia. Es una historia curiosa, la de mi familia. Por un lado me educaron con Sabina y Jose Alfredo, entre chistes de cantina y juegos de mesa de esos que son poco respetables, y por el otro me hablaron mal de los borrachos bohemios y de los artistas, me dijeron que debía ser respetable y terminar una carrera, que lo mejor era ser una oficinista de traje gris, responsable, una casa grande un buen coche y dos hijos. Desde muy niña mi vida ha sido una madeja de contradicciones, mismas que me hicieron temerle a las dos cosas, temerme a mi misma y mis ganas de dejarme volar, de dejarme ser libre, de dejarme estar viva. Me dijeron que viajar era peligroso, que las carreteras son cosas de cuidado, pero me contaron también de sus aventuras en la selva y viajes de reportera, de culturas distintas y paisajes alucinantes. Dejaron que me fascinara con la fotografía, las artes, la bohemia, pero también me dijeron de los peligros de dejarme ser artista. Y escondieron de mi -y lo agradezco- la historia de los Jacques, escritores afamados y artistas reconocidos, gente imporante y con talentos que resuenan en mi, que despiertan en mi pasiones a las que me enseñaron a temer. Ignoro de dónde vengo, ignoro si tengo raices o no, me gusta pensar que no soy de aquí ni soy de allá, me hace sentir libre. Yo no sé si soy libre o sólamente ignoro mis cadenas.

Yo soy tu sangre mi viejo, yo soy tu silencio y tu tiempo...

Morí una vez, no suelo hablar de ello muy seguido. Estos tiempos fríos siempre me llevan a lugares de mi pasado que no siempre son gratos de recordar, sin embargo lo hago con gusto. Me da por recordar a los muertos de mi pasado, los que siguen vivos y los que no, esos pactos no verbales de "estás muerta para mi", esos seres que llegaron a ser más que fichas intercambiables y se fueron, a veces por cobardía, otras por sensatez, una sensatez de la que tal vez yo carezco y me lleva a querer revivir esos muertos cobardes que no toleran volver a mi vida.

Los muertos están muertos y es mejor que se queden muertos. Vivieron lo que tenían que vivir, nos heredaron sus limitaciones y nos crearon traumas como mi papá, por ejemplo. Se marcharon sin avisar en tiempos en los que aún no entendíamos nada de la muerte como mi papá, por ejemplo. Nos dejaron ausencias y vicios, recuerdos y algunas cosas que comprendemos ahora y antes nos parecían simples hechos de la vida, detalles que pensamos que nos arruinarían la vida, que nos quitarían las sonrisas, pero acabaron siendo sólo una pieza más del rompecabezas de la personalidad. Se volvieron sombras irreconocibles en el vacío de las almas, alimentos de las contradicciones que, al menos a mi, me hicieron ser lo que soy.

Es tal vez mi mente perturbada y misteriosa, algo rota y dañada, eso que tantos ven en mi como talento. A veces me pregunto si soy en realidad talentosa o simplemente diferente, original. Y tal vez es eso precisamente lo que me hace ser talentosa, un talento que, honestamente, no alcanzo a reconocer. Tal vez es sólo miedo, miedo a dejarme ser quien soy porque los artistas, por definición, se mueren de hambre. Es también el miedo a defraudar a los que creen en mi, a los que creen en un talento que yo no alcanzo a ver. Ellos piensan que seré una gran mujer, alguien importante. Me idealizan, me dicen que soy grande y lo que le sigue, o que al menos lo seré. Yo a veces me la creo y me dan aires de grandeza. Otras veces me miro, tan frágil y pequeña, y siento que no puedo con las embestidas de este mundo maldito que está mal encuadrado. Me dicen que ven en mi una fortaleza que yo ni siquiera comprendo. Es bendita esta ignorancia mía, esta inocencia de juventud, que me hizo llegar a lugares que yo no sabía que eran para mi inalcanzables. Otra vez siento que se aleja de mis ojos el suelo, y comienza a desaparecer esta vez por completo mi infancia, se me va olvidando cómo los niños ven el mundo y siento por primera vez lo que es en realidad el miedo. Y me pregunto cómo será el miedo cuando crezca de nuevo y eso me aterra, me aterra más el miedo que conocerá que este nuevo que se planta ante mi y me dice, una por una, todas las cosas que podrían salir mal, porque también mi madre tomó estos mismos pasos y le salieron mal. Pero no veo otra salida, no quiero ver otra salida. No volveré a retomar la carrera, no volveré a intentarlo porque sé que nada bueno saldrá de ahí. Me gustaría que mi madre por una vez reconociera que ella tampoco nació para la escuela y tomó las desiciones que tomó por una razón, y que no hay otra desición que pudo haber tomado. Sería reconofortante pero sé, y sé bien, que es poco el confort que se puede tener en esta vida.

No me queda más que confiar en que mis pies saben más que yo de inercia y equilibrio. No me queda más que confiar en que hay un Dios que no me dejará caer ni me dejará sin aliento ni sustento. No me queda más que seguir caminando e ignorar esas contradicciones que me dicen y me repiten que ya alguien más tomó este camino y le salió mal. No me queda más que ignorar que ignoro mis cadenas y seguir creyendo que soy libre. No me queda más. No me queda más que seguir caminando.

No me queda más que dejarme estar loca, rota, porque son esas las extravagancias que se les permiten a los artistas, y yo soy eso, eso que ni ellos mismos saben qué es, los locos extraños que se atreven a decirle al mundo que está roto, porque está roto y mal encuadrado. Esos que se pintan el pelo de colores solamente porque está prohibido, esos que tratan de cambiar el mundo cuando es el mundo mismo quien trata de cambiarlos a ellos. A nosotros, a los locos a los que nadie les enseñó a no ser libres, a ser normales. Yo no sé a dónde pero tengo que volar, porque no me queda de otra. Nací con alas y me enseñaron a temerles. Pero a ellas no puedo ignorarlas como ignoro mis cadenas. Ellas tienen que volar y las cadenas son inertes. Tengo que volar porque, aunque me aterren las alturas, nací para ser libre. Y no pienso atarme a esa contradicción. A esa no, a esa jamás.


Yo no sé a dónde, pero tengo que volar... no me queda de otra.

1 comentario:

Victor Abrego dijo...

Que decirte:Vivir, solo se vive una vez, la segunda oportunidad nunca sera la primera, pero siempre tendras en la memoria que lo hiciste, si fue para bien o mal eso en cada momento de la vida lo veras, reconozco en ti un ser increible si, eres fuera de lo ordinario, pero a la vez eres un ser humano, que anhela lo que pocos entienden, que es la felicidad de vivir sin el peso de las cadenas, de vivir sin ataduras a ideas prejuicios y conceptos, que aunque son el camino seguro tambien son como la muerte en vida! sigue tus sueños, sigue tus ilusiones, sigue ese camino, y recuerda siempre hay segundas oportunidades, pero nunca seran como la primera!
Pd: eres un Angel