miércoles, 25 de diciembre de 2013

Aromas

Hace unos años me compré unas velas enlatadas, cuadradas, pequeñas, aromáticas. Entonces mi tocador estaba al pie de mi cama, y ahí las puse. El primer día casi me arrepentí de comprarlas, el olor invadió todo mi cuarto, al poco rato comenzó a cansarme. Yo no sé si acabé acostumbrándome a ellas o ya no perfuman como antes. No me atrevo a encenderlas, es de esas cosas que tal vez acaben echándose a perder antes de que puedas usarlas, pensando en que lo harás en alguna ocasión especial, pero, por alguna razón esa ocasión nunca llega. Es tal vez esa obsesión con los momentos perfectos que no se planean, el romanticismo espontáneo que esperan todas las mujeres cliché en la tierra, esos atardeceres inesperados, dorados, llenos de flores que son tan utópicos que son imposibles. Cuando recién puse mis velas en mi tocador, recuerdo haberme preguntado si el olor se impregnaría en mi ropa, si alguien más lo notaría y me preguntaría de dónde salió ese perfume dulzón. Nunca me ha gustado mucho ponerme perfumes, siento que no soy yo, como si anduviera cargando por ahí a alguien que alguna marca inventó, alguien que no soy yo. Pero me disgustan mucho más esas molestas ocasiones en que el perfume de alguien se impregna en mi ropa. Es molesto, mucho muy molesto, no sólo no oler a mí misma sino encima oler a alguien más. Pero este no me hubiera molestado, tal vez se hubiera confundido con suavizante para ropa. Por alguna extraña razón hoy sentí de nuevo el aroma, casi como cuando eran nuevas.

La navidad es para tirarse en algún lugar tranquilo y no hacer nada, nada de nada, mas que comer y ver películas. Justamente eso es lo que llevo haciendo todo el día. Buscando la siguiente película me puse a pensar, a hacer memoria, ¿Qué película me han recomendado y no he visto todavía?. Siempre he pensado que no debes confiar en la recomendación de cualquiera, es decir, de casi nadie, sólo de aquellos que realmente te conocen, por pocos que puedan ser. No me gusta sentirme desilusionada después de ver una película recomendada, no me gusta notar lo poco que me conoce la gente a mi alrededor. Suelo ir de todas formas con la persona, sonreirle, y decirle educadamente que me gustó mucho. Menos de la mitad de las veces es verdad. Las películas que te gustan hablan mucho de cómo piensas, de cómo ves el mundo, de quién eres en realidad. Por eso mi lista de películas favoritas es tan reducida, por eso me gusta saber qué películas le gustan a la gente que conozco, me hace sentir que las conozco mejor de lo que se me da conocer a la gente por lo general. Pero creo que no todos entienden el cine de la misma manera. Al menos quiero creer que no es tanta la gente que ve su propia alma reflejada en Naranja mecánica, Requiem por un sueño, Trainspotting. Quiero creer que hay otras razones por las que alguien elegiría una película así como película favorita. Creo que las películas que vemos nos dejan marcados si lo permitimos, yo no permitiría una marca de ese estilo en mi, simplemente no va conmigo. Yo elijo formas más sutles, melancólicas, de torturarme, mis películas son más "azules", "violetas", tristes por llamarles de alguna forma. Las películas nos dejan marcados, como perfumes que se quedan pegados a uno, sólo que más permanentemente. Supongo que lo mismo pasa con las personas, nos impregnan sus perfumes, de alguna manera nuestro aroma cambia y se parece un poco al de aquellos que nos rodean, aquellos que permitimos que nos rodeen. A veces, creo yo, es por eso que nos cuesta trabajo olvidarnos de ellos, dejarlos ir por completo. Hay gente que nos invade, no sólo por un momento sino que se vuelven parte de nosotros, no sólo de nuestra historia, sino que influyen en nuestros gustos y costumbres. A veces me pregunto si de veras soy quien creo ser o soy una mezcla de perfumes ajenos. A veces me pregunto cuántos viejos amigos habrán tomado algo de mi aroma, cuántos todavía lo hacen.



Amelíe
The big fish
Begginers
My blueberry nights

domingo, 22 de diciembre de 2013

La vida es como una piñata

Cuando mi papá murió, quedaron en casa una cantidad de pastillas pequeñas de colores, para ese entonces yo ya tenía bien claro que no eran caramelos. Recuerdo haber tomado una y ponerla en el interior de un monedero con forma de cangrejo que tenía, verde, de peluche, muy bonito. Tengo la teoría de que lo eligieron porque soy cáncer, yo amaba ese cangrejo, no tengo ni la menor idea de quién fue pero me lo regalaron en la última fiesta de cumpleaños mía en la que estuvo mi papá. Me dije a mi misma que la pastilla era su corazoncito, que estaba vivo, así que comencé a cargarlo a todas partes, así nunca estaría sola. En alguno de esos paseos cotidianos me lo robaron, algún escuincle pendejo que no tenía idea de lo que significaba para mi. Yo tenía nueve años.

No podía dormir y curiosamente ese fue el lugar de mi memoria al que fui a correr. En una posada hace un rato se me ocurrió subirme repetidas veces a un torito mecánico, por pura necedad, no me di cuenta de que me lastimé los dos brazos, los hombros, una rodilla, un tobillo y el interior de los muslos. Es posible que sea la primera vez que es el dolor físico el que me mantiene despierta y no el emocional,  a decir verdad, nunca antes en una posada me había divertido tanto, ni siquiera en una que organizó mi madre en mi casa el año pasado, de la cual dije lo mismo que digo ahora -me pregunto si con los años se irán poniendo mejores-. Nunca me gustaron las piñatas, recuerdo haber sido la niña pequeña y frágil a la que era muy fácil empujar, dejar afuera, dejar a un lado. Y no sólo era así en las piñatas, era así en mi vida, siempre me sentí tan pequeña y delgada que era invisible. Tal vez tenía razón, tal vez no, pero en la posada de ayer vi a una niña llorar porque no le tocaron dulces en la piñata, me vi en ella y en lugar de sentir simpatía sentí vergüenza, lástima. Noté que los años me enseñaron que si quieres dulces no debes pedir permiso para tomarlos. Así es de fea la vida que nos enseña cuando ya es demasiado tarde y la época de los dulces y los juegos terminó, cuando ya no tienes más que ver a los niños brincar y gritar debajo de una piñata y eres demasiado grande para jugar con ellos, demasiado temerosa de escuchar otra vez ese "¿Qué tú no tuviste infancia?". Luego, cuando el dolor no me dejó dormir, recordé que en mi infancia no hubo dulces ni piñatas, sino pastillas de colores e invisibilidad. Parece curioso que aún así no recuerde mi infancia con dolor sino con nostalgia, tal vez arrepentimiento y vergüenza de no haber tenido el coraje de tomar los dulces que sí tenía, de recordarlos y atesorarlos como lo hago con los tesoros perdidos. Es un error que no cometeré dos veces, porque esta vida es como una piñata, si no tienes el coraje para aventarte, te dejarán con las manos vacías, sin piedad. Anoche no hice berrinche porque no me tocaran dulces, sino porque pensé que ya no habría piñatas para mi. Después sacaron de su escondite cuatro strippers, claro que a los niños no les dejaron pegarles a esas. Podría atreverme a decir que nadie en toda la fiesta se llevó tantos dulces como yo. Sí, tal vez no tuve infancia, pero al menos sé que no volveré a quedarme con las manos vacías jamás.


Una vez, en una de esas tantas piñatas en las que me quedé sola, llorando y con las manos vacías mi hermano me regaló un osito de peluche. Yo no sé si porque era juguete para niñas, o porque fue él el único que se apiadó de mi. Igual, ese es uno de mis tesoros.