domingo, 22 de diciembre de 2013

La vida es como una piñata

Cuando mi papá murió, quedaron en casa una cantidad de pastillas pequeñas de colores, para ese entonces yo ya tenía bien claro que no eran caramelos. Recuerdo haber tomado una y ponerla en el interior de un monedero con forma de cangrejo que tenía, verde, de peluche, muy bonito. Tengo la teoría de que lo eligieron porque soy cáncer, yo amaba ese cangrejo, no tengo ni la menor idea de quién fue pero me lo regalaron en la última fiesta de cumpleaños mía en la que estuvo mi papá. Me dije a mi misma que la pastilla era su corazoncito, que estaba vivo, así que comencé a cargarlo a todas partes, así nunca estaría sola. En alguno de esos paseos cotidianos me lo robaron, algún escuincle pendejo que no tenía idea de lo que significaba para mi. Yo tenía nueve años.

No podía dormir y curiosamente ese fue el lugar de mi memoria al que fui a correr. En una posada hace un rato se me ocurrió subirme repetidas veces a un torito mecánico, por pura necedad, no me di cuenta de que me lastimé los dos brazos, los hombros, una rodilla, un tobillo y el interior de los muslos. Es posible que sea la primera vez que es el dolor físico el que me mantiene despierta y no el emocional,  a decir verdad, nunca antes en una posada me había divertido tanto, ni siquiera en una que organizó mi madre en mi casa el año pasado, de la cual dije lo mismo que digo ahora -me pregunto si con los años se irán poniendo mejores-. Nunca me gustaron las piñatas, recuerdo haber sido la niña pequeña y frágil a la que era muy fácil empujar, dejar afuera, dejar a un lado. Y no sólo era así en las piñatas, era así en mi vida, siempre me sentí tan pequeña y delgada que era invisible. Tal vez tenía razón, tal vez no, pero en la posada de ayer vi a una niña llorar porque no le tocaron dulces en la piñata, me vi en ella y en lugar de sentir simpatía sentí vergüenza, lástima. Noté que los años me enseñaron que si quieres dulces no debes pedir permiso para tomarlos. Así es de fea la vida que nos enseña cuando ya es demasiado tarde y la época de los dulces y los juegos terminó, cuando ya no tienes más que ver a los niños brincar y gritar debajo de una piñata y eres demasiado grande para jugar con ellos, demasiado temerosa de escuchar otra vez ese "¿Qué tú no tuviste infancia?". Luego, cuando el dolor no me dejó dormir, recordé que en mi infancia no hubo dulces ni piñatas, sino pastillas de colores e invisibilidad. Parece curioso que aún así no recuerde mi infancia con dolor sino con nostalgia, tal vez arrepentimiento y vergüenza de no haber tenido el coraje de tomar los dulces que sí tenía, de recordarlos y atesorarlos como lo hago con los tesoros perdidos. Es un error que no cometeré dos veces, porque esta vida es como una piñata, si no tienes el coraje para aventarte, te dejarán con las manos vacías, sin piedad. Anoche no hice berrinche porque no me tocaran dulces, sino porque pensé que ya no habría piñatas para mi. Después sacaron de su escondite cuatro strippers, claro que a los niños no les dejaron pegarles a esas. Podría atreverme a decir que nadie en toda la fiesta se llevó tantos dulces como yo. Sí, tal vez no tuve infancia, pero al menos sé que no volveré a quedarme con las manos vacías jamás.


Una vez, en una de esas tantas piñatas en las que me quedé sola, llorando y con las manos vacías mi hermano me regaló un osito de peluche. Yo no sé si porque era juguete para niñas, o porque fue él el único que se apiadó de mi. Igual, ese es uno de mis tesoros.

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