Habré tenido unos 6 o 7 años, fue en una de tantas salidas de vacaciones que recuerdo con mi familia durante mi infancia. Mi papá, mi mamá, mi hermano y yo, embarcados en un coche que ya era viejo cuando lo compraron; un LeBaron guinda, si mi memoria no falla. En sea ocasión fuimos a Acapulco, en un tiempo en el que sus playas aún no olían a petroleo. He de decir que es poco lo que recuerdo de ese viaje, y casi podría decir que la única razón por la que lo recuerdo es por mi tortuga-alahero de barro.
Me hospedé con mi familia en un hotel que, a los ojos de una niña de 6-7 años, era enorme. Recuerdo paredes blancas y jardines, no lo suficiente como para reconocerlo hoy. La cosa es que una tarde apareció por ahí un señor con figuras de barro, pintadas de blanco con líneas negras. La idea era que cada quién debía pintar la suya. Yo elegí una tortuga, y por supuesto, la pinté de muchos colores. El señor nos dijo que nos dejaría nuestras figuras en la recepción para que pasaramos por ellas en la mañana, porque debía hornear la pintura y barnizarlas. Lo curioso del caso fue que al día siguiente, cuando bajé por mi tortuga, resultó que alguien más se había llevado la que yo había pintado y dejado la suya en su lugar. Todos opinaban que la mía había quedado mejor, para empezar porque era simétrica y la base no era verde, como sería lo lógico. Claro que me entristeció y mucho, pero aún así quise la tortuga que me quedaba, y aún hoy la considero uno de mis más grandes tesoros.
1 comentario:
Ay, qué cosas, ni siquiera era un objeto que te estaba destinado y mira, todavía junto a ti.
Qué ricas historias nos traen los objetos.
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