*se cae del nido*
sábado, 4 de mayo de 2013
Volar
Sólo hay una manera de aprender a volar, y es caerse del nido. Comienzo a pensar que se me está haciendo tarde. No quiero cumplir un cuarto de siglo y preguntarme, como todos o la mayoría, por qué no aproveché el tiempo que me quedaba, el tiempo que tenía. Y no se me ocurre una manera poética de decir que ya me harté de esperar a que alguien me enseñe a abrir las alas, que ya estoy harta de tener miedo. Ayer en los columpios casi recordé por qué me gustaban tanto de niña. Imaginaba, si cerraba los ojos, que tal vez algo así se sentiría volar, ese vértigo, mezclado con seguridad, con un conocimiento tal vez prematuro para mi edad, de las fuerzas de la inercia y la gravedad. Nunca sentí cuando era niña que podría caerme, me sentía tan segura. Ayer sentí miedo, tal vez demasiado. Tal vez ese miedo es lo que nos hace adultos, esas precauciones que olvidamos tomar cuando éramos niños, cuando aprendimos a ensuciarnos con el lodo y rasparnos las rodillas, cuando tomábamos agua de la llave aún cuando los adultos nos decían que algo gravísimo podía pasar. Poco a poco se me va olvidando cómo es no tener miedo, cómo es caminar de noche por la calle, sola, sin pensar que algo grave podría pasar. Ya se me olvidó cómo confiar en que mis pies saben más que yo de estática y equilibrio. Poco a poco el suelo se va alejando de mis ojos, comienzo a sentirme como Alicia, cuando toma la posión y de pronto los muebles se le hacen pequeños. El mundo se me hace pequeño, como una pequeña jaula. Insoportable. Es irónico, que uno de esos tantos miedos que he coleccionado con la edad, es el miedo a crecer. Y sin embargo aquí estoy, teniendo miedos, estudiando arquitectura, pintándome las uñas de magenta, tratando de caminar con tacones, poniéndome vestidos y buscando bolsas de mano. Como traicionando mis principios, como traicionando a la niña de fuego en los ojos. No puede ser. Ya no, ya me cansé de vivir en la frustración, de quejarme de una soledad que yo misma elegí. Estoy harta de buscar en los cajones un amigo que no sepa traicionar, estoy harta de esperar que sea alguien más que me salve de este mundo maldito que no me deja respirar. Estoy harta de tener miedo, de no saber hablar por mi misma ni dejar que el mundo conozca mi voz. Estoy harta de que me de vergüenza cantar. Recuerdo claramente el día que aprendí a andar en bicicleta, pocas cosas me enamoraron tanto desde el primer día. Soñé tantas veces con bicicletas después de eso, amaba tanto el sonido de las llantas sobre el pavimento, el viento en mi pelo, la velocidad. Fue otra de las veces en que, si cerraba los ojos, imaginaba que tal vez así se sentiría volar. Ese día, la primera vez, de puro milagro no me rompí algo. Igual que aquella vez que rodé cuesta abajo por la ciclopista del Ajusco. Tuve miedo de volver a caerme después de ese día, y mucho. Y seguí teniendo miedo, mucho miedo después de eso porque ahora, el suelo se veía más lejos de mis ojos. Pero ya me cansé de vivir así. Ya me cansé de tener miedo a volar aunque nadie vuele conmigo. Tal vez el destino me sorprenda, tal vez, si yo aprendo a volar, alguien volará conmigo.
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