La primera vez que me quité las muñequeras me sentí desnuda. Como, completamente desnuda, todos mis secretos al descubierto, todo lo que siento y lo que soy, desnuda. Metía mis manos en los bolsillos, usaba blusas de manga larga porque, a pesar de que había tomado la desición, las cicatrices me daban vergüenza, una vergüenza que me era antes desconocida. Estaba desnuda, en especial mi muñeca izquierda. Me preocupaba que en una de esas alguien me preguntara por ella, ¿Qué le diría? ¿Cómo mentir a cerca de algo así? ¿Cómo ocultar lo que realmente era?. Me tomó bastante más de un año acostumbrarme, y tal vez lo logré porque nunca nadie preguntó. Los que me conocían realmente, lo sabían, los que no, nunca lo harían. Eventualmente se convirtieron en un recordatorio de algo que deseaba nunca haber sido, jamás, un pasado tormentoso del que me arrepentía, un pasado que las cicatrices nunca me permitirían olvidar. Solía pensar que sería así el resto de mis días, que era como el tatuaje que no me atreví a hacerme, algo que me definiría toda mi vida y que no me arrepentiría. Claro que, en realidad, sí me atreví y sí lo hice, me hice el tatuaje. Y sí, también me arrepentí, y mucho. A pesar de que ahora no trato de esconderlas como antes, sino que al contrario, procuro no usar ni una pulsera -no por exhibirlo, sino por no negarlo-, siguen siendo algo de lo que me avergüenzo.
Alguna vez escribí cómo era, con lujo de detalle. El momento antes, durante y después. No sé si me gustaría saber dónde lo escribí, no sé si me gustaría volverlo a leer. No sé si sería capaz, pero recuerdo algunos fragmentos. Hace poco, un paseo de fin de semana con mi primo de 9 años, recordé de dónde salió ese afán mío de no olvidar detalle de mi vida. Cuando era niña la gente ignoraba lo que decía, me trataba como idiota, no me tomaban en cuenta para nada, me decían que era tonta en cada oportunidad que tenían, que rompía cosas, que era mala en matemáticas, que sacaba malas calificaciones. Nadie me entendia cuando hablaba, era tartamuda. Nadie a excepción de mi madre. Un día sentí que de alguna manera estaba creciendo, que estaba madurando, sentí mucho miedo. El mundo comenzó a encogerse ante mis ojos y yo le temí a las alturas, temí que si me convertía en uno de esos hombres adultos que me ignoraba, tal vez un día yo podría herir a un niño como me habían herido a mi. Y sentí más miedo. Decidí que no podía olvidar lo que era ser niña, decidí que jamás me permitiría olvidar, y comencé a escribir. Estaba en la secundaria, mismo tiempo en que comenzaron a aparecer, una a una, las cicatrices.
Alguna vez me preguntaron por qué lo hacía, si quería sentir dolor, por qué no hacer algo que no dejara tantas marcas. La verdad es que nunca dolió. Otra vez me preguntaron que por qué no esperaba para ver mi sangre cada mes. Y ese tampoco era el punto, esa pregunta sólo logró ofenderme. Lo hacía porque me hacía sentir más cerca del final, de la muerte, de ese punto en el que todas las tormentas quedarían atrás. No hacerlo realmente profundo no era cobardía ante la muerte, sino ante la vida. La media-muerte era el refugio que me quedaba ante un mundo hostil y mal encuadrado que me atacaba sin darle yo alguna razón aparente. Solía emborracharme sola en las noches para escapar de la realidad, y temí que en alguna de esas noches la navaja fuera a llegar más lejos de lo esperado. Un día decidí vivir y dejé de tomar, dejé de fumar, y dejé de cortar mi muñeca, pero pasaron años para que esto pasara.
Se llamaba María la chica que me enseñó que aquello era posible, aunque el suyo, el que me enseñó, era sólo un rasguño, como cuando te rascas con una uña rota. La primera vez que yo lo hice corté mi brazo completo, una sóla línea, larga. Mi hermano la vió y sospechó lo que era. Le dije que alguien me había rasguñado por accidente, jugando. Le mentí. Me compré una muñequera de piel negra en Coyoacán y reduje el tamaño de las heridas, pero aumenté su profundidad. No dolía, no. No temía al dolor antes de hacerlo, me emocionaba ver la navaja cerca de mi piel y poco a poco sentirla desgarrándome, recuerdo la sensación, ahora me parece bastante desagradable. Pero en ese entonces era mi alivio, mi refugio, de pronto empezaba a sangrar, y de alguna manera todo estaba mejor, como si fuera posible que así escapara algo, un poco aunque fuera, de esa maldita tristeza, de esa melancolía. No dolía hasta después, y entonces la culpa y la vergüenza ganaban, la tristeza golpeaba más fuerte y yo decidía encerrarme hasta que no se notara que había llorado. Y usualmente lo hacía más de una vez en un día, seguido no había sanado la anterior cuando hacía la siguiente. Podía pasar días encerrada en mi habitación, sin comer, a penas tomando agua, nadie notaba si yo no estaba alrededor, nadie se preocupaba por mi o nadie parecía hacerlo. Nunca jamás me sentí más sola, más invisible. Pensaba que no había nada en mi rescatable y me dedicaba a llorar mi soledad, decía que robaba el aire de los vivos, que yo no lo estaba, que sólo era un desperdicio de espacio, de carne, de aire, de comida, de tiempo, de humano. Y procuraba no respirar demasiado, no comer, no estorbar. Al principio dolía cuando algo o alguien tocaba la muñequera por accidente, cuando me vestía, siempre de negro. Eventualmente la zona se volvió insensible, hasta la fecha, ahí, todo lo que siento es temperatura. Es realmente extraño, por eso no me gusta que me toquen.
Recuerdo claramente algo que me dijo mi primer novio "oficial", me dijo, "me duele más a mi que a ti cuando haces eso", y tenía razón, a mi no me dolía. Traté de dejarlo entonces, pero no pude. Ahora sé que ese tipo de sustancias, esas sustancias que genera el cerebro, causan adicción, no muy diferente a la adicción al cigarro o al alcohol, no muy diferente de cualquier droga. Entonces no lo sabía y me llamé cobarde, seguí haciéndolo mucho tiempo después, aún hoy a veces me encuentro llamándome cobarde, sabiendo que la verdad es que no lo soy. Pasaron años todavía después de eso para que realmente dejara de hacerlo, años y mucho trabajo, trabajo que en su tiempo no me pareció que fuera a llevar a ningún lado.
Fue otro novio "oficial" el que me llevó, casi a la fuerza, a un lugar en el que enseñaban un "Método Silva de control mental". Le comenté que la cosa aquella existía, y él, cosa que yo no sabía, estaba desesperado por sacarme de ese torbellino oscuro del que me negaba a salir. Todavía escribía en cuadernos en lugar de un blog, un cuaderno totalmente privado que se suponía nadie vería jamás. No era, sin embargo, como un diario. En él procuraba retratar todo aquello que me negaba a olvidar, no eventos sino sensaciones, colores, aromas, sentimientos. Me retrataba a mi misma y mis ganas de volar lejos, lejos. Eran cuadernos de forma francesa, cuadro chico, scribe de esos de pasta plástica. En la hoja del final ponía un punto por cuadrito cada vez que pensaba en quitarme la vida, decía que si un día esa hoja se llenaba, antes de que se acabara el cuaderno en turno, lo haría, sin miedo, sin mirar atrás. Pensaba que si lo pensaba tanto era porque realmente lo quería, y que un día la hoja se iba a llenar y entonces ya nada valdría la pena. Más de una vez la hoja pasó de los tres cuartos. Un día él me confesó que abría mis cuadernos seguido para confirmar que esa hoja no se llenara, él tenía miedo, también, de mis pensamientos suicidas.
Fue en uno de esos cuadernos en el que tomé notas de aquél primer curso de cosas espirituales al que me llevaron a rastras a pesar que que fue mi idea en primer lugar. Entré al salón sin prejuicios y sin embargo sintiéndome ajena totalmente a esa gente que me decía que "pensara positivo", que "todo estaría bien", que "no había nada mal en mi". Una parte de mi decía "PENDEJADAS!", y procuraba escapar. Otra parte se sintió en casa y al final, fue esa pequeña Sofía en mi oido izquierdo, diciéndome que el camino está y siempre ha estado bajo mis pies, quien me mantuvo de pie, como los árboles, muriendo y naciendo a ciclos que aún hoy parecen interminables. Pasaron varios años antes de convencerme de la existencia de un mundo no-material, un mundo mejor y para nada inalcanzable, que podía hacer que ese torbellino oscuro se convirtiera en suave brisa rosa con brillos dorados. En ese entonces no lo sabía que eso fuera posible.
Se llama Diana la mujer que me dio uno de los mejores regalos que me han dado en la vida, una alberca tibia y sapos gigantes, aún cuando fue sólo un fin de semana. Se llama Diksha la cosa espiritual que me enseñaron. Aunque yo conocía ya algo de un mundo espiritual, inmaterial e inalcanzable, separado de mi y de Dios mismo, no encontré hasta entonces el impulso para por fin dejarme llevar por la corriente. Lo hice literalmente cuando, en el río que cruza el terreno, lancé lo más lejos que pude la última pulsera negra que usaría en mi vida. Fue entonces cuando llegué a creer que había encontrado el camino a casa, y no estaba en Coyoacán. Tampoco en la casita blanca junto al río, con su árbol de capulín y su techo con vista panorámica, sino aquí en mi pecho, latiendo día tras día sin cansarse y susurrando en cada impulso de vida que no nací para ser poca cosa, que no nací para pasar desapercibida, que nací porque merezco el aire que respiro y mucho más que eso.
Tal vez a la fecha no sé quién soy en su totalidad. Tal vez hay cosas que nunca cambian y pasarán varios años más para que se terminen los torbellinos del todo. Tal vez de eso se trata la vida y no termine hasta mi muerte. Tal vez hay cosas del pasado que por más que no queremos nos marcan en el alma, y por eso no tendría sentido borrar las cicatrices físicas, porque siguen en mi corazón. Al menos hoy me conozco un poco más y me agrado, soy adorable, pero no creo haberme visto nunca de frente. Sin embargo el camino ante mis pies se extiende y planeo seguirlo, aún con miedo, con manías depresivas, dislexia y déficit de atención. Es verdad que mi cerebro es defectuoso pero es él mismo el que me hace especial, diferente a los demás, por él sobresalgo. Recorreré este mundo con la mirada en alto porque sé lo que hay debajo, porque conozco los torbellinos y conozco esa soledad, ese mundo al que ya no pertenezco. Uno de estos días me saldré a volar para encontrar allá, en el cielo, cerquita de Dios, la felicidad. Usaré un traje que me haga libre, para volar lejos, lejos, un traje Violeta Jacaranda.
2 comentarios:
Ya no me acordaba de mis cicatrices, y es verdad, no duele cuando cortas.
Solo pude pensar en "excelente" y "así me ha gustado verte" cuando he terminado de leer (y mientras lo hacía) esta entrada del blog. Cuando loas ocultabas en un principio me daba una idea de qué podría ser, nunca lo supe de cierto, pero siempre lo supe. Solo, espero que estés bien.
D.
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