Venía pensando hace rato, de camino a mi casa, con la lluvia golpeteando los cristales del vagón y la voz de una compañera de la escuela resonando en mis oidos. Siempre he sido una persona retraida y silenciosa, no pretendo cambarlo, pero noté que no recordaba de dónde salieron la mitad de mis miedos. Entre ellos la claustrofobia. Hasta hace no mucho creí no tenerle miedo a nada, o decía que no sabía a qué le temía. Era más bien que no sabía cómo llamarle a la ansiedad que me provoca estar en un lugar desconocido y con las puertas cerradas. Y comencé a recordar, ¿De dónde había salido? Mi primera impresión fue que había salido de la nada, a diferencia de la mayoría de la gente que queda marcada después de un encierro prolongado o traumático. Pero luego recordé, el momento en que el maestro salía del salón de la secundaria y entonces no sabía de dónde llegaría la primera bola de papel, el primer golpe, las primeras palabras hirientes. No, no es que hubiera olvidado el evento, sino que hasta hoy no había relacionado la sensación. Quiero creer que es el primer paso para sanarlo, para aprender a quitarme un miedo más.
Siempre me han gustado los peces, desde muy niña. Me identifico con ellos, ágiles, libres, pequeños. Recuerdo cuando una vez en la primaria una niña llevó a la escuela una de esas revistas para adolescentes con cuestionarios estúpidos, estilo test de personalidad. Uno de ellos se suponía que te diría qué elemento eras. Cuando lo respondí me dio como resultado tierra. Y yo pensé que aquello era estúpido, si yo soy agua. Siempre he sido agua, siempre lo seré. Curioso que un pez, como yo, esté tan obsesionado con volar, ¿No crees?
Volar es como andar en bici, estoy casi segura, casi casi segura.
A veces me gustaría poder soltar el manubrio, extender los brazos, dejarme llevar.
Me da miedo, pero tal vez un día lo haga.
1 comentario:
Tal vez nadar sea volar en el agua...
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