Le gustaba pensar que en otros cielos encontraría nubes de algodón de dulce, casas de galletas y chocolate, otros niños perro con los que pudiera jugar. La niña perro sonreía como sólo los perros saben, sin razón y sin sentido, aunque nadie la entendiera, sonreía de inocencia, reía de ignorancia. Pensaba que ser grande era ser libre, y no podía esperar para crecer. Pensó que nunca se le acabarían sus infancias de arrayán. Pero la sonrisa se le murió muy pronto, junto a su papá. Cuando sólo tenía 9 años, se hizo amiga de la muerte.
El mundo le enseñó que era mejor ser tortuga que perro, que si te aislas, si te endureces, si te escondes, si apagas tu voz nadie puede lastimarte. Que la soledad es compañera, que en soledad, todo estaría bien. La niña tortuga se escondió en oscuridades que no le correspondían, y se sentó entonces en la mesa de un café a platicar con la muerte sobre la vida y la existencia. Ella le enseñó que en cada esquina hay una puerta de salida. Y le regaló algo parecido a la esperanza, sus contradicciones y sus armas, sus razones para seguir y sus razones para no seguir. A cambio, le pidió sus alas oxidadas y sus sueños. Antes no sabía que tenía alas, por eso no le importó perderlas. Y así, a la niña tortuga se le fue la vida, en su encierro, en su caparazón sumida en fantasías, ilusiones, mundos de papel.
No sabría decir si fue ya tarde cuando vino una anciana a romperle su caparazón. Como pedacitos de cristal regados revueltos con lágrimas, lágrimas que se hicieron mares. Al salir, lo que quedaba de caparazón cortó sus pies, sangraron, de dolor se hicieron aletas, aletas de pez violeta jacaranda. Y el pez nadó y nadó, y conoció algo parecido a la libertad. Descubrió que el mar era grande, que había mucho qué aprender y aprendió. Aprendió del mar que las lágrimas eran luz disfrazada, que sus tormentos un día la harían fuerte, que sus fracasos la llevarían lejos, que la vida no es injusta y que era la infancia la que era libre. Y entonces volvió la muerte de visita, le propuso un trueque; Sueños y alas, a cambio de su madre. La niña pez dijo no, y no mil veces, y lloró de nuevo, y gritó, y de dolor, se le fueron secando las aletas. La muerte es sabia, mañosa y traicionera, pero como la vida, no es injusta. Las alas que se había llevado oxidadas volvían listas para volar y cargadas de mil sueños nuevos.
Fue entonces que al pez, no le quedó más que hacerse colibrí.
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