Hay una niña de 15 años, pelo rosa y uñas negras, llorando, abandonada, herida, traicionada. Me pregunto qué fué lo que hice mal, y me respondo. Dejé que fuera muriendo poco a poco, después de tantas promesas, al final resulta que me dejé crecer. No leí el Principito suficientes veces, no fui capaz de dejarme tener faltas de ortografía. Y ahí está, la veo, burlándose entre lágrimas de mi patético intento de no verme como un godinez cualquiera llevando la bicicleta a la oficina. Me grita y me pregunta, ¿Por qué me has tracionado?
¿Qué fue lo que hicimos mal pequeña? ¿En qué lugar del camino se nos olvidaron las promesas? ¿Cuándo fue que se nos perdió la dignidad? Podría culparte, ignorarte, tratarte como a la niña que eres y decirte que no lo entiendes porque no eres un adulto. Lo que pasa es que tú nunca has tenido hambre, y entonces me dirás con tus ojos tristes de siempre que te prometí que nunca tendría miedo. Que sería libre. Que conocería el mundo, que me dejaría ser artisra, que seríamos felices. Hoy me marchito encerrada en una oficina, vestida de gris, quieta y en silencio, como sólo los adultos saben estar.
Hay una niña llorando, aquí dentro, muy muy dentro, que me pregunta una y otra vez si de veras dejaré ganar al hombre del traje gris. Y yo no quiero, no quiero, no quiero. No quiero que mis sueños queden sobre la repisa, tengo miedo. No quiero traicionarme, abandonarme, herirme una vez más, de maneras cada vez más creativas. Y el monstruo al que tanto temí no es más pequeño cuando me le acerco, esta vez, me ataca y muerde cada vez un poco más fuerte.
¿Qué hicimos mal pequeña? ¿Cuándo fue que le agarramos tanto miedo a la vida?
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