No estoy bien segura de cuándo fue que me di cuenta de que me gusta el frío. Tiene tanto tiempo, supongo, como el tiempo que tiene de que me empezó a gustar la navidad. Hasta hace no tanto como uno pensaría, para mi las fechas de fiesta eran todas iguales; gente de más en la casa, comida que no me gusta, demasiado ruido para lo que es, primos molestos y maleducados... No me preguntes qué fue exactamente eso que cambió, que me cambió.
Ya comienza a hacer frío, frío de invierno. Los días se van volviendo grises y a mi me da por vestirme de rojo. Pronto será 16 de septiembre, y veremos a todos los nacionalistas hipócritas paseándose con sus banderitas de México made in china. Yo me siento tranquila a ver cada atardecer rojo con sus nubes de algodón de dulce, su sol que quema pero no calienta, que pinta todo de amarillos y naranjas. En esos momentos, nada puede afectarme, y soy feliz. Nada como un té de pato de maracuyá en la ventana de mi cuarto. Nada como este frío de invierno que anuncia que el año comienza a acabarse, que no falta nada para su mejor parte.
2 comentarios:
A mí la mejor parte del año desde hace no sé cuántos años me ha parecido otoño, con sus basuritas y sus hojas amarillas.
Ese té promete, promete.
¡Venga, frío!
Claro que no hay nada mejor que el otoño. Te diré que no hay estación que no me guste, pero en alguna ocasión en un test psicométrico me pidieron relacionar una canción con cada estación del año. Comencé con el otoño, seguí con el invierno, pero cuando llegué a la primavera y al verano, simplemente me quedé en blanco. Fue entonces que me di cuenta de que mi cerebro no concibe una época en la que hace calor...
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