jueves, 25 de septiembre de 2014
Wake me up when September ends
Algo mágico flota y se mece en el aire de Septiembre. No sé si es una vieja manía mía de amar lo que me hace daño o esa brisa dorada, reflejos de un sol cobarde que quema, entibia pero no calienta. Me gusta la palabra cobardía, significa que antes ya alguien fue así, como yo, y que no soy la única. Septiembre comienza a terminarse, igual que este año maldito, va muriendo poco a poco. Este año que a mi me olió a muerte desde el principio, a muerte y a frustración y a encierro. Mi recámara, que antes fue mi refugio, se ha convertido en mi cárcel, en el recuerdo cíclico e interminable de lo que ha pasado, de lo que he sentido, de lo que ha sido este año para mi. Se siente viciado el aire y huele raro, no como ese algo dorado de las tardes de este Septiembre que ya casi se acaba. En otros años, ha significado el final de la tormenta, el silencio, y hoy estoy de rodillas frente a Dios pidiéndole que, al menos eso, no cambie este año. Y la vocecilla en mi oido izquierdo no para de decirme que la niña no ha muerto, como que no entiende que pocas cosas matan niños tan fácilmente, tan rápido, tan de tajo como la desilusión, como la muerte de la esperanza. Así ha de ser como mueren todos los niños, como se van convirtiendo todos y cada uno en hombres respetables, y se enfundan en sus respectivos trajes grises, sus horarios de oficina y sus "así es la vida, ¿Qué le vamos a hacer?". A mi, alguien me enseñó que la vida no es así, y aunque luego se arrepintiera, yo le agradezco que me enseñara a escuchar las voces de las aves, el canto de los grillos y el llamado de la montaña, que me enseñara que existen formas de ser libre y de ser feliz, y que esas cosas sólo se logran cuando uno sabe vivir sin máscaras, cuando uno aprende a amar, simplemente, así sin más, amar. Amar como sólo los perros saben. Yo quisiera ser un perro y amar a todos por igual, vivir con la lengua de fuera, riendo todo el tiempo sin que nadie se preguntara por qué o me juzgara. Yo quisiera enseñarles a todos los humanos que es posible amar como perro. Y por eso a veces le creo a esa pequeña voz que me dice que la niña no ha muerto, que aún no se acaba el brillo, que aún hay vida en mi vida. Pero este año ha sido un septiembre largo largo, y llevo tanto tiempo encerrada en mi recámara que por momentos tengo la sensación de que no conozco en realidad el mundo exterior. Toda la casa está minada de recuerdos, de su rostro y su sonrisa, de sus fotos recordándome que estuvo viva, que no lo imaginé todo, que alguna vez alguien me arropó en la noche, que ya no está. Es el olor de la sangre y esa sensación de vacío que me causaban los gritos de dolor que me persiguen por la noche y que escucho cada vez que entro a su recámara, cada vez que me paro frente a mi closset, cuando entro a su cocina y cuando veo la silla vacía en el último lugar donde se sentó a comer con nosotros. Yo no sé si cuatro meses es poco o mucho, ya casi cinco. Sé que una noche es una eternidad y que las eternidades no se terminan con la muerte, sino que tal vez ahí es donde comienzan, donde comienza el silencio en el que ya no sabes si prefieres el balbuceo de la agonía o el silencio perfecto. Las noches eternas que temes que no se acaben cuando termine septiembre. Y sin embargo me veo a mi misma sentada frente a mi ventana, detrás de mi restirador, esperando a que algo mágico pase cuando termine septiembre y entonces, así sin más, pueda levantar el vuelo y dejar atrás esta cárcel, encontrar cielos nuevos donde ya no haya silencio y el aire dorado del otoño esté lleno de risas y de besos y de abrazos de este ser maravilloso que me puso la vida en el camino para ser la estrella que me guía en mis noches más ocuras, de los pocos que creen todavía que algo tan roto como yo es aún digno de ser amado.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario