lunes, 21 de octubre de 2013

La vida no es séptica

Yo sé que no debería fumar. Ni tomar ron, ni desvelarme. Yo sé que hay muchas cosas que no debería hacer, lo sé y lo entiendo. Me excuso tras el slogan "si no lo hago ahora nunca lo haré", honestamente no sé si tengo razón. Pero es que de pronto siento que la vida se me marchita, que desperdicié demasiado tiempo esperando a que alguien me enseñara a abrir las alas, cuando en realidad eso es algo que sólo pasa cuando estás aprendiendo a caer. No a volar, a caer, que no es lo mismo. Sé que hay quien aprendió a volar sin tener que caer, pero no fue mi caso. Estos días se me ha vuelto a alejar el piso, encuentro mi lugar más entre los adultos que entre los jóvenes, aún cuando tengo más la edad de ellos que de los primeros. Tal vez me afectó convivir tanto con treintañeros, tal vez me hizo bien. El alcohol tiene un no se qué que te hace ver las cosas de distinta manera, pero puede ser que estos últimos días me haya excedido. Pero, de nuevo, si no lo hago ahora, ¿Cuándo lo haré?,escucho constantemente a mis amigos quejarse de que ya no son jóvenes, de que ahora si no duermen sus ocho horas diarias ya no pueden seguir con el día a día, que se cansan pronto, que ya son demasiado viejos para esto o lo otro. Y a mi de pronto se me alejan los ojos del suelo y esta idea de envejecer me da cada vez un poquito más de miedo, un miedo ya conocido, pero de alguna manera renovado. El mismo miedo a olvidar lo que se siente ser joven, a olvidar mi infancia y cómo se ven las cosas desde los ojos de los niños, desde la niña que por tanto tiempo negué ser. Olvidar lo que es la seguridad del hogar, lo que es poder perder el tiempo sin remordimientos ni ansiedad, lo que es poder consecuentar mis crisis, porque soy una niña y no hay ningún problema ni pasa nada si me muestro débil, que todavía no pasa nada si un novio más se va, si una carrera más se queda sin completar, si se me olvida cuidar a un amigo más, si sólo sé tratar a la gente como si fueran fichas desechables. La edad, como el alcohol, nos hace ver las cosas de distinta manera, y estos últimos días se me ha olvidado cómo demonios es que funciona esta vida. Siendo un niño la vida es tan -fucking- simple, tan fácil de entender. Cuando uno tiene los ojos claros de apenas haber nacido, todo es tan claro y fácil de entender. Pero crecer ensucia los cristales, la vida no es séptica y corrompe, ensucia. La vida es sucia, siempre lo ha sido. Las mejores cosas de la vida ensucian, y estos últimos días me ha dado por pensar que ya no sé si eso es bueno o malo. Ensuciarme se ha vuelto no sólo una necesidad, sino una adicción. La adicción de sentir el viento en mis oidos, en mis mejillas, el zumbido de las ruedas sobre el pavimento, los distintos olores de esta ciudad, a la que amo tanto como la odio. Esta adicción, esta necesidad de subirme a la bici, también, ensucia, como volar. Como pintar, que no arruina mi ropa favorita, sino que la vuelve mía, la adorna con pedacitos de mi alma, que, como la vida, no es séptica, y siente tristeza como siente alegría, pero siente y está viva. Viva de esta vida que no es, repito, no es séptica. Y se ensucia a medida que creces, y se va retorciendo y enfermando, y envejece, y se marchita aunque aún siga viva. Y me aterra, alejarme poco a poco del suelo seguro donde yo nací, cada vez un poco más alto, cada vez un poco más lejos. Olvidar poco a poco por qué comencé a escribir en primer lugar, olvidar por olvidar, olvidar detalles que algún día me hicieron sentir vida. Olvidar el hogar seguro y acogedor al que regresaba de vez en cuando, en esos días en que nada me ofrecía consuelo. No quiero envejecer y endurecerme como los adultos normales, no quiero perder esa chispa infantil que tantos han admirado de mi, no quiero que muera, no quiero que se apague ese fuego que solía haber en mis ojos. Ese fuego que se va volviendo un recuerdo vago a medida que crezco, a medida que se me va olvidando cómo se siente, cómo se sentía ser una niña. No quiero volverme una oficinista cualquiera, lo que una vez dije que nunca sería. No quiero perderme en este mundo maldito mal encuadrado al que dije que nunca pertenecería, del que juré que escaparía aún si ello me costaba morir de hambre. Yo quería ser libre. Yo quería ser una artista sin ley ni dueño, yo quería volar, volar tan lejos como pudiera imaginar, volar tan lejos como pudiera imaginar, volar por volar, sin trono ni rey, con dinero o sin dinero. Yo quería rodar y rodar. Yo quería escribir la canción más hermosa del mundo.

El alcohol nos hace ver las cosas de una manera distinta, nos hace reencuadrar este mundo mal encuadrado. Tan mal encuadrado como puede estar. El alcohol nos hace huir de alguna manera de esta maldita madurez, de este envejecer que endurece los corazones y nos aleja de los sueños y fantasías de adolescente que qlguna vez nos hicieron creer que de cierta forma estábamos vivos. Esta maldia manera en que la vida nos hace crecer y acercarnos, paso a paso, poco a poco al olvido, a la muerte. A las cadenas y el encierro voluntario.

Yo sé que no debería fumar, que no debería tomar ni desvelarme.
Pero, ¿Cómo más me aferro a esta juventud?,
esta juventud que se me acaba y se me escapa,
como humo entre mis dedos.
Mis dedos que envejecen bocanada tras bocanada.
Trago tras trago.
Paso tras paso...

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